Estudiantes jugando al fútbol en Hargeysa, Somaliland. Fuente: www.mckenziecollege.com |
Salimos de la puerta de embarque hacia el avión en un pequeño bus. Estábamos dos blancos, el resto eran, o al menos parecían, somalíes. El avión partía hacia Hargeisa, mi destino y capital de Somaliland, y tras una parada corta continuaba hasta Mogadishu, capital de Somalia. Aún con ambos destinos, el avión no iba lleno.
Fue gracioso cuando entré al avión,
porque me dí cuenta al instante que en mi butaca se había sentado
una mujer ya que sus dos hijas tenían las sillas de al lado. Le dije
a la mujer que ese era mi sitio mostrándole mi billete. Esperaba que
se disculpara y me ofreciera sustituir mi lugar por el suyo sino me
importará, pero en su lugar se puso gruñona, y mirando al suelo me
dijo en inglés “Este es mi sitio porque mis hijas están al lado”.
Me sorprendió, y aunque sabía que yo tenía las de ganar ya que así
podía demostrarlo con mi billete a las azafatas, preferí ponerme en
el lugar que su billete marcaba.
El vuelo fue bien, la comida estupenda,
y en poco tiempo llegamos a Hargeisa. Era la primera vez que pisaba
el África negra que tanto ansiaba desde niño. Más que un
aeropuerto, parecía una pista de aterrizaje con oficinas de aduanas.
Al salir del avión vi muchos hombres orientando a los viajeros a que
oficina tenían que ir, y dirigiendo a los trabajadores que cargaban
nuestras maletas en un pequeño camión. El visado fue algo rápido,
y las preguntas que me hizo el guardia para cerciorarse de que mi
pasaporte y pre-visa decían la verdad sobre mí, fueron puro
trámite. Salí a un patio y allí me encontré con algunos de los
viajeros. Todos esperabamos que nos dieran nuestras maletas. Fuera
del muro del patio, oí una voz de un tipo. Era Ahmed, el conductor
que la escuela había enviado para recogerme. Le dije que estaba
esperando a mi maleta, y sonriendo se encendió un cigarro.
Fue sorprendente lo de las maletas.
Había muchos empleados sudorosos yendo y viniendo con maletas del
anterior vuelo. Llegaban en un pequeño camión, las tiraban al
centro del patio, y allí las recogíamos. Cuando cogí mi maleta
tras unos 15min de espera, vino otro guardia para cerciorarse a
través de mi billete que esa era efectivamente mi maleta. Me pareció
un procedimiento rudo, pero sencillo y válido.
Al salir de la placita al exterior, me
encontré con Ahmed y nos presentamos. A su vez, frente a la
furgoneta que me llevaría a la escuela se encontraba un militar
grandote y bromista. Sería nuestra escolta, ya que los profes
occidentales aquí han de ir escoltados.
Durante el viaje a la escuela comencé
a darme cuenta que había cruzado el límite de mi zona de confort.
Esto no era España, ni Europa ni cualquier ciudad donde hubiera
estado antes. A mi alrededor veía basura y cabras por todos lados.
Un paisaje de sábana desértica que me hacía dudar sobre qué
medios de subsistencia pueden mantener. Una atmósfera silenciosa,
coloreada por el polvo de la arena amarilla, y la llamada a la
oración.
De camino Ahmed fue contándome algunas
cosas sobre Somaliland: la crisis con Somalía, la independencia (no
reconocida por la comunidad internacional) en 1991, los problemas
principales (la basura y las carreteras)... Esto último, la basura y
el mal estado de las carreteras, era evidente a cada tramo que
cruzábamos. Sin embargo, a pesar del clima de pobreza que un
occidental podría percibir mirando por la ventana, también se
intuía cierto movimiento y clima de progreso. Somaliland estaba
avanzando a un ritmo que ni Somalía ni otros vecinos como Etiopía o
Eritrea conseguían alcanzar.
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