Llevo semanas entre los míos y no me siento afortunado entre sus tiempos. Mantengo los míos ocupados por trámites burocráticos y el espacio de sus cuerpos, pero no me he mojado de sus almas. Y eso me duele, pues ya me di cuenta del valor de las personas, y de como las desvalorizamos en su presencia. Sin embargo, y como digo, una vez más pasé delante de ellas sin saber tocarlas, sin saber mirarlas como son y no solo como solemos pensar que son. Las personas esconden más de lo que aparentemente vemos, solo hay que escucharlas y observarlas con atención, para realmente coger una parte de ellas. Prestar atención a las personas. Que simple suena, y que poco lo hacemos.
Y me duele mi actitud, pues pocas veces he tenido la ocasión de hablar durante casi un mes, de amigo a amigo, de madre a hijo, o de hermano a hermana.
Me he dado cuenta que el hecho de que no liberé mi mente del nerviosismo y de un continuo ir y venir, no me hizo sacar provecho de mi tiempo aquí. No he sacado ventajas del tiempo con los míos.
He estado con ellos sin estar. Han estado conmigo sin mí. No nos hemos escuchado lo suficiente. Solo nos hemos oído de lejos. Quizás nos hayamos contado las aparentes casualidades que ocurren en nuestros días diarios, pero he echado de menos esas conversaciones sobre nuestro sentir. Ese sentir que vi cambió durante mi estancia en el extranjero haciendome madurar y ser consciente de mi momento "aquí". Me hubiera gustado escuchar el sentir de los míos, sus reflexiones y pensamientos fuera del "ir y venir". Me hubiera gustado conversar de persona a persona.
Ya no queda tiempo, al menos para mis amigos. El miércoles vuelo para estar con mis padres, y cuando regrese en julio, solo por espacio de un día permaneceré un día más en Madrid para coger otro vuelo hasta mi próximo destino. Miraré entonces la cara de mis maletas volverse fría, fría como mi despedida a la gente querida, que dormirá en mis recuerdos hasta navidad.