martes, 5 de agosto de 2014

Vivo en el país que no existe

Artículo de El Periodico sobre Somaliland:

Cuevas arqueológicas de Laas Geel en Somaliland. Fuente: http://viajar.elperiodico.com/destinos/africa/somalilandia-el-pais-que-no-existe
"....Cuando el viajero llega a Hargeisa, procedente por ejemplo de Yibuti, apenas ha tardado una hora en un vuelo de Daallo Airlines, donde las azafatas son chicas griegas y valientes, aparte de ser las últimas mujeres que no llevan velo que se van a ver en mucho tiempo. Pero esa hora que emplea el reactor desde Yibuti es suficiente para llegar a un mundo donde desaparecen muchos signos de la modernidad. Se diría que entras en un lugar donde el tiempo se midiera mediante relojes de arena. Es como si en Somalilandia compartiesen el desprecio que sentían por las maquinarias los habitantes de una utopía genial, como la de Erewhon. Su autor, Samuel Butler, ubica esa fantasía en unos montes perdidos de Nueva Zelanda. Especialmente es un delito el reloj que lleva el protagonista, el viajeroHiggs. Además en Erewhon van al revés, porque consideran otro delito el estar enfermo: eso significa que la persona no funciona bien. Y también es impresentable fracasar en la vida, en los negocios, en cualquier actividad, o sea, ser un desdichado, o un desgraciado. Esos pueden ir a los tribunales, ¿qué se habrán creído? Somalilandia no es Erewhon, ni siquiera lo es la vecina República de Somalia, agitada entre señores de la guerra, fundamentalistas y piratas. Acaso el viajero ha de poner algunas cosas en cuarentena nada más llegar a Hargeisa. Por ejemplo, la ciudad se para a mediodía.Parecen evaporarse hasta los burros y las cabras que pululan por el centro. Llega la sacrosanta hora del kat, que aquí llaman jaad. Hay que mascar esa hojita de unos efectos levemente anfetamínicos, parecidos a los de la hoja de coca andina. La gente ha comprado sus ramos (el más potente es el Dabo o Double Musbaar) y se recluye en sus casas para compartir el picoteo de hojas, acompañado con abundantes bebidas no alcohólicas. Eso les suelta la lengua y la memoria, se traban amistades y hasta alianzas clánicas, se distraen, se sienten ingeniosos, y luego no tienen hambre y a veces tampoco apetito sexual. Pero sin kat los somalíes no sabrían vivir, como tampoco en Yibuti y en Yemen y otros sitios del Mar Rojo.
El Mig abatido
El monumento más lucido y aparente de Hargeisa es un viejo Mig abatido. Me recuerda Black Hawk derribado, de Ridley Scott, aunque esta película, rodada en Salé (Marruecos), trata de un helicóptero abatido en las calles de Mogadiscio. El Mig de Hargeisa tiene unas pinturas en su base que, con trazos ingenuos y sangrantes, hablan del sacrificio de los somalilandeses durante la guerra civil. Eso está en la Avenida de la Independencia, surcada casi a partes iguales por carretas de tracción humana o asnal que por coches. Cerca de allí, en pleno centro, se abre el laberinto del mercado. Ponen zapaterías en carricoches, bajo una sombrilla, y con suerte se encuentra un par que resista un chaparrón. Y cuanto a uno se le ocurra en el ramo del tomate, la prenda textil barata o cualquier útil destornillador. El mercado es a las bravas, sobre el suelo lleno de baches, y cubierto de arena en muchas partes. Bastantes edificios llevan señales de haber sido acribillados en la guerra civil, o en los atentados que por fortuna han ido pasando poco a poco a la historia. Me llaman la atención las muchas cabras que se cuelan entre los puestos para ver si encuentran algo que llevarse a la boca. Son como los perros randa de otras latitudes. Estas serían las cabras randa, blancas y negras, de Hargeisa, un recuerdo campestre en la capital de Somalilandia, que con eso y todo tiene algún edificio moderno, de cinco o seis plantas, y antenas de telecomunicaciones. Se usa profusamente el móvil, y son infinidad los puestos ambulantes donde reparan y sueldan cualquier modelo. Al lado se pone el tipo que con una vieja Olivetti escribe aún cartas para el personal que lo necesite. Metiéndote por ahí la gente se sorprende al ver que bajo un gorro se pasea un forastero, uno que hasta se permite hacer fotos. Echan una mirada al visitante como si éste fuese un extraterrestre. Es algo que no viene en las guías de viaje como punto de atracción: ser tú el contemplado y no al revés.
Samuel Butler refrendaba lo que decía Aristóteles con este epígrafe: “Toda acción tiene por base un equilibrio de consideraciones”. Uno cree encontrar en Somalilandia parecidos ulteriores con la utopía deErewhon. Hay clínicas que enseñan un cráneo pintado y resulta ser un anuncio de rayos equis. Se anuncian dentistas capaces de enmendar la boca más estropeada por la mascada del kat. Lo que no veo son los que Butler llama enderezadores, los encargados de remediar como brujos los males éticos y existenciales de aquella peculiar sociedad. En Erewhon los estafadores apenas recibían una azotaina. Pero el verdadero crimen en aquel país era ser un fracasado social. Tótem y tabú, diría Freud.
En Hargeisa las mujeres llevan velo, hiyab y algunas hasta el burka. Los colores de los velos sonmagentas y fucsias, verdes pepino y azules celestes, y amarillos canarios. La somalí bella de por sí –aunque hay que imaginarlo yendo tan tapadas– es mujer alta, flexible, de piel de color café con leche, y unos ojos que taladran. Los cantos de los almuédanos puntúan cinco veces al día los ritmos interiores de la capital. No hay lugar donde no se oigan los altavoces de los alminares. Para no escucharlos habría que ir al campo. Y decir campo en Somalia equivale a una yerma meseta continua...."

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