Últimos días de vacaciones. Cuando la semana que viene regrese a
Madrid, y me ponga de nuevo a currar en la redacción de mi Proyecto
Fin de Carrera, y a continuación, en la presentación para el
jurado, sé que recordaré dulcemente estas tres semanas de
vacaciones.
Tres semanas que me han servido para reconciliarme con mi familia. Para dar un golpe de humildad sobre la mesa, y decirme a mí mismo y a los demás, por lo que estoy dispuesto a luchar. Lo que estoy dispuesto a dejar atrás con tal de ganar la partida al resentimiento. Fue muy duro, pero pienso que ha valido la pena librar la batalla del rencor, para aprender lo que de verdad importa. El amor.
Puede sonar algo hippie esto del amor y la reconciliación, pero es indudable la paz que uno alcanza cuando puede volver a confiar en alguien que siempre estuvo ahí, y que por culpa de un conflicto, te hizo sentir al borde del abismo. En este caso, el borde del abismo fue algo literal. Lo pasé muy mal durante los últimos meses, hasta el punto de querer tirar la toalla. Y cuanto me alegro de no haberlo hecho. Ahora me siento como Bob Marley en Is this love?
Lo que no sé es cuanto tiempo podré mantener este “bom feeling”. A pesar de las cosas buenas que me han pasado estas tres semanas en casa de mis padres, esa paz que he logrado al bajar con ellos a la playa, dormir la siesta después de comer, leer todos juntos en el salón por las tardes, o salir a cenar un bocata de calamares por el Paseo de Las Canteras... también me he dado cuenta de lo gruñón e intransigente que me he vuelto. O tal vez siempre fui así, pero nunca dejé que se viera.
Me cabreo en seguida cuando las cosas no ocurren como quiero que ocurran. Cuando me fallan, rompen un compromiso conmigo, o no se comportan de la manera (que pienso) adecuada. Peor sí todo eso lo hago yo mismo. Esto último, es la peor de la traición que me puede ocurrir: la propia.
Me entra una rabia descomunal cuando veo a mi padre hablar mal de los gitanos, a Paco Marhuenda defender al PP, a mi abuela negando que mi dieta vegetariana sea completa, a mis amigos faltarse el respeto o no estar cuando se necesitan... son cosas que me sacan de quicio, y no lo puedo controlar.
Y aunque 8 no son 80, y hay conductas que no he de aceptar ni de unos ni de otros, y es lógico que me sienta dolido o desanimado cuando sucede, cada vez me doy más cuenta de lo poco que me sirve esa rabia que me entra y dejo que se descontrole. Creo que ya he escrito alguna vez sobre ello.
Quisiera que no me afectase tanto lo que ocurre alrededor. Tal vez dando menos de mí, consiga que las heridas que me produce la vida no sean tan frecuentes. Para no sentirme dolido con mis amigos y las personas que me rodean, muchas veces pienso irme lejos, evitando que me defrauden sus acciones, no escuchando más sus opiniones para no tener que juzgarlas o reconocer los prejuicios que los influyen... Pero al final, imagino que no hay escapatoria.
Tal vez sea una tarea que me toca aprender en esta vida: transigir ante las acciones y opiniones de los demás. No aceptarlas como propias, discutirlas y cuestionarlas, pero ser capaz de convivir con tales diferencias.
Me encantaría ser uno de esos monjes budistas, que siempre parecen tan tranquilos y centrados, que no pierden la concentración ni la calma cuando se dedican a hacer algo o hablar de algo. No participan del juego que se realiza en nuestro lado de la pista. Son felices a su lado de la red, devolviendo la pelota y disfrutando del partido. Muy a lo Rafa Nadal.
Me pregunto como hacen para seguir tranquilos y felices con tanto dolor, odio y rencor a su alrededor. Puede que una de sus técnicas para no sufrir e ir dando ostias a todo el que se le cruza sea fijarse en la otra cara de la moneda. Las cosas positivas que suceden cada día. A mí al menos me funciona. Sin embargo, creo que he de hacer algo más. Ellos con total seguridad no solo se fijan en las cosas buenas, para no ver las cosas malas.
Tengo que ser capaz de ver la cara oscura, mi cara oscura, y no alimentarla con más oscuridad.